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    Iniciar un camino en rojo y blanco

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    — “¡Margarita, correeee!” —grita la vecina con un ímpetu solo comparado con la llegada del arroz a la bodega.

    — “A la Yabó que vive por la esquina de Tejas le queda un merendero dice, que ahora mismo se lo devolvieron y te lo deja a dos mil porque es a ti.

    Lo malo es que es de la princesa Sofía, y me dijiste que la niña lo quiere de Frozen, pero eso no es peo’ que rompa calzoncillos porque es rosadita. De niña, sí”.

    Margarita respira. Que importa que el merendero sea de Sofía, de Frozen o de cualquier personaje de Disney, o si es rosa, azul o verde escarlata. Corre en busca del merendero en dos mil —por ser a ella como si no supiera que es la mentira más repetitiva de un vendedor— y respira dos veces, al entregar los dos billetes de mil y cuando tiene en sus manos el dichoso merendero, que, al fin y al cabo, es rosa como la mochila que le compró el papá.

    ***

    En la última semana Nazly se ha probado el uniforme rojo vino más de cien veces. Le pide a su mamá las dos motonetas y los lazos rojos. Se pone las medias blancas a la altura de la rodilla que le regaló la tía de La Lisa, los zapatos negros de charol, de esos que ya no se venden y que tío Alberto sacó debajo de la tierra, y la mochila rosa que le compró su papá desde que comenzaron las vacaciones.

    La emoción por empezar la escuela trasciende a Nazly y todos quieren ser parte del proceso. La abuela Juana sacó del fondo del closet un uniforme nuevo que compró cuando la niña tenía tres meses y aunque todos le dijeron que exageraba el tiempo paso en un abrir y cerrar de ojos. La abuela dice que ella y solo ella será quien practique con la niña los trazos que aprenda en el aula. Que le enseñara a rasgar y recortar y que también le pondrá estrellitas rojas cuando termine con éxito la tarea.

    El abuelo Omar será el encargado de llevarla hasta la escuela todos los días, traerla a almorzar y regresarla a sus clases en la tarde. Hace una semana cogió tres mil pesos que tenía guardados en la gaveta y compró lazos, cintillos y hebillas de mariposas en los kiosquitos que hay por todo Monte.

    La vecina del tercer piso le regaló un pomo casi nuevo para el agua, y el del refresco será el mismo del último año del Círculo. No está segura cuántos libros tiene que forrar este año, pero le dijo a la de los bajos que no se preocupara que ella le forraría los de su hijo que empieza en sexto. “¡No importa cuantos sean muchacha!, a mí me encanta eso”. Y cuando lo dijo la de los bajos suspiró como si le hubiesen quitado una carga de encima.

    De domingo para lunes todos en la casa están expectantes. Nazly se lava los dientes y se acuesta temprano, aunque todos saben que poco dormirá, como si al otro día tuviera un viaje importante. Lo tiene; quizás el más importante.

    Los abuelos y Margarita hacen bromas sobre lo sociable que es la niña, cuántos amigos hará el primer día y de cómo volverá loca a la maestra con sus miles de preguntas. Aguantan las carcajadas para no despertarla, aunque ella está en su cama con los ojos abiertos y brillantes. Minutos después el sueño gana la batalla. Detrás de la puerta está colgado el uniforme sin el menor pliege, perfectamente planchado.

    Suena la alarma y corre al baño. Ha sido el único día en cinco años que no han tenido que despertarla insistentemente. “Ojalá y todos los días a partir de ahora sean así”, grita la abuela desde la cocina. La niña habla y habla sin parar mientras desayuna. Parece un papagayo.

    Margarita toma de la mano a su hija. Los abuelos se paran en la puerta para decirle adiós. La besan y le desean suerte sabiendo que una niña alegre como ella no la necesitará. Nazly va brincando hasta la puerta de su nueva escuela. Los lazos casi son tan grandes como su cabeza. Las motonetas van de un lado a otro sincronizadas con los brincos. Suena el timbre. Comienza el curso escolar.

    Tomado de Cubadebate

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